jueves, 25 de julio de 2013

Operación Cobra



La Operación Cobra, que sacaría a las tropas norteamericanas de la empantanada lucha del bocage normando, empezó el 25 de julio de 1944 con un bombardeo en alfombra que contó con 1.800 bombarderos pesados de la Octava fuerza Aérea. Durante el ataque la brisa alejó el humo de señalización hacia el norte y algunos bombarderos lanzar sus bombas antes de tiempo. Antes de corregir el error, se había producido 111 muertos y 490 heridos. De los primeros se encontraba el teniente general Lesley McNair.

Uno de los testigos de tal error fue el corresponsal Ernie Pyle, que dejó constancia en su libro ‘Brave Men. La batalla de Normandía 1944’, editado por Tempus, cuya reseña de su primera parte podéis leer en el blog.



            Nuestras líneas de combate estaban marcadas en el suelo con largas tiras de tela de colores, y en el aire por humo coloreado para guiar a nuestros pilotos durante el bombardeo masivo. Los bombarderos en picado hicieron blanco. Los observamos al bajar desde el cielo, veloces y directos, casi a ras de suelo. Estaban bombardeando aproximadamente a unos 800 metros de donde nos encontrábamos nosotros. Volaban en grupos, descendiendo desde todas direcciones, perfectamente sincronizados, uno detrás de otro. Miráramos donde miráramos, veíamos cómo diferentes grupos de aviones descendían, o se elevaban de nuevo, o inclinaban sus alas para bajar en picado, o dibujaban círculos, círculos, y más círculos sobre nuestras cabezas, esperando su turno.
            El aire estaba repleto de sonidos agudos y claros: el estallido de las bombas, los fuertes disparos de los cañones de los aviones, el ensordecedor chirrido e las alas en fugaz descenso. Era todo rápido y furioso, y sin embargo nítido. Y entonces, un nuevo sonido zumbó de forma gradual en nuestros oídos, un sonido profundo que lo abarcaba todo, exento de notas: una colosal y remota oleada de ruido funesto. Eran los bombarderos pesados. Aparecieron justo a nuestra espalda. Al principio, eran unos puntos diminutos en el cielo. Pudimos ver enjambres de ellos contra el horizonte, demasiado minúsculos para distinguirlos individualmente. Se iban acercando con una lentitud terrible. (…) Quizás aquellas oleadas gigantescas estaban a más de tres kilómetros de distancia, puede que a más de quince, no lo sé. Lo que sí sé es que llegaban en constante procesión, y que pensó que no terminarían nunca. Lo que debieron de pensar los alemanes es inconcebible.
            (…)
            La primera gran escuadrilla nos sobrevoló muy cerca, y le siguieron otras. Estiramos las piernas y nos tumbamos hacia atrás, intentando mirar directamente hacia el cielo, hasta que se nos cayeron los cascos de acero. (…) Y a continuación llegaron las bombas. Al comienzo fue como el crujido de las palomitas de maíz y, de manera casi instantánea, aquel sonido se transformó en un furioso y monstruoso estrépito que parecía ciertamente capaz de destruir todo lo que teníamos delante. A partir de ese momento, y durante una hora y media que contuvo la agonía de siglos, las bombas no dejaron de caer. A causa de su impacto, en el cielo se erigió un alto muro de humo y polvo; que se expandió a lo largo del suelo e impregnó nuestros huertos; nos rodeó y se nos metió por la nariz. Incluso el día, en principio brillante y luminoso, se fue oscureciendo lentamente. Ahora todo era un caldero indescriptible de ruidos. Los ruidos individuales no existían. El retronar de los motores en el cielo y el rugido de las bombas frente a nosotros llenaban de estruendo todo el espacio de la tierra. Nuestra artillería pesadas disparaba sin cesar a nuestro alrededor y, sin embargo, apenas podíamos distinguirla.
            (…)
            Es posible quedar tan embelesado por algunos de los espectáculos de la guerra que la fascinación le hace olvidar a uno, momentáneamente, el peligro que corre. Eso es lo que nos ocurrió al pequeño grupo de soldados que estuvimos contemplando el imponente bombardeo. Sin embargo, aquel estado benigno no duró mucho tiempo. Mientras observábamos loas aviones, nos dimos cuenta de que las hileras de explosiones se nos acercaban cada vez más, escuadrilla a escuadrilla, en lugar de seguir gradualmente hacia delante, tal como estipulaba el plan del ataque. Luego nos horrorizamos ante la sospecha de que aquellas máquinas, en lo alto del cielo y totalmente ajenas a nosotros, estuvieran lanzando sus bombas sobre la línea de humo en el suelo, ya que… ¡una sueva brisa estaba desplazando la línea de humo hacia nosotros! Una especie de pánico indescriptible se apoderó de todos. Permanecimos allí, con los músculos tensos y el intelecto paralizado, viendo aproximarse y alejarse cada escuadrilla, sintiéndonos atrapados y totalmente indefensos. Y entonces, en un instante, el universo se llenó de un matraqueo intensísimo, como de enormes semillas maduras en una calabaza seca gigantes. Dudo que ninguno de nosotros hubiera escuchado aquel ruido antes, pero el instinto nos indicó qué era. Era el sonido de las bombas, cayendo a centenares a través del aire, encima de nuestras cabezas.
            He oído muchas veces las bombas silbar, susurrar o crujir, pero jamás traquetear de aquella manera. Todavía no conozco la explicación al respecto. Pero es un sonido horrible. Corrimos a protegernos. Algunos se fueron a un refugio. Otros se escondieron en pequeñas zanjas y trincheras, y otros se agazaparon detrás de un muro de jardín; aunque quién sabe qué lado se supone que era «detrás». Yo no tuve tiempo de llegar al refugio. El sitio más próximo era un cobertizo para carros situado en un extremo de la casa de piedra. El matraqueo se oía justo encima de nosotros. Recuerdo que  me tumbé plano al suelo, con las piernas y los brazos extendidos, como en los dibujos animados cuando a los personajes los aplasta una apisonadora; y luego, deslizándome como una anguila, me metí bajo uno de los pesados carros que había en el cobertizo.
            Un oficial al que no conocía estaba retorciéndose a mi lado. Los dos dejamos de movernos al mismo tiempo, sintiendo de forma simultánea que era inútil avanzar más. (…)
            Es imposible describir el estrépito y la furia de aquellas bombas, salvo decir que era un caos, y una espera de la oscuridad. La sensación que producían las explosiones era impresionante. El aire nos golpeaba en cientos de ráfagas continuas. Un sonido metálico martilleaba nuestros oídos. Y sentimos unas breves y rápidas oleadas de conmoción en el pecho y en los ojos.
            Al fin el ruido cesó y nos miramos con incredulidad. A continuación, fuimos abandonando gradualmente las trincheras y los espacios donde nos habíamos tumbado y salimos a ver qué nos deparaba el cielo. Por lo que pudimos distinguir, a nuestras espaldas se acercaban nuevas oleadas. Cuando una de ellas nos pasó  bien por el lado, dimos escandalosas muestras de gratitud, pues la mayoría volaban justo sobre nuestras cabezas. Una y otra vez, el traqueteo metálico se cernió sobre nosotros. Las bombas estallaron en el huerto que quedaba a nuestra izquierda. Estallaron en los huertos que teníamos delante. Y nos estallaron detrás, a una distancia de 800 metros. En torno a nosotros todo quedó devastado, pero nuestro grupo resultó ileso.
            (…)
            Cuando abandonamos aquella ignominiosa horizontalidad y nos pusimos otra vez en pie para observar nuestro entorno, supimos que el error había descubierto y subsanado. Las bombas estaban cayendo nuevamente donde les correspondía: a un kilómetro y medio, más o menos, frente a nuestros posiciones. Incluso a esa distancia, poco más de un kilómetros y medio, un millar de bombas explotando en cuestión de segundos pueden sacudir la tierra y fragmentar el aire. Nuestros corazones aún estaban aterrorizados, pero, a medida que el tumulto y la destrucción se desplazaban poco a poco hacia delante, paulatinamente nos fuimos serenando.

Pág. 192-197


Libro: Brave Men. La batalla de Normandía 1944
Autor: Ernie Pyle
Editorial: Tempus.

jueves, 18 de julio de 2013

El vagabundo y el dictador



Chaplin contra Hitler



No podemos negar la semejanza física de Charlot y Hitler, así como no podían haber sido dos personajes tan diferentes. ¿Es legítimo decir que hubo un enfrentamiento entre estas dos figuras tan antagonistas? Esto es de lo que trata el reportaje ‘El vagabundo y el dictador’ que nos cuenta el rodaje de la película ‘El Gran Dictador’, impulsada por Charles Chaplin, posiblemente uno de los más grandes artistas y más amados de su tiempo, que ridiculizaba a uno de los dictadores más despiadados y odiados: Adolf Hitler. Esta es la curiosa lucha entre estas dos figuras del siglo XX.

Charles Spencer Chaplin nació el 16 de abril de 1889, mientras que Adolf Hitler lo hiciera el 20 de abril del mismo año. Nacieron en la misma semana. Uno se hizo famoso con su antihéroe universal Charlot que era un vagabundo, el otro fue un vagabundo de verdad. Mientras uno se convertía en uno de los actores más famosos y ricos del mundo, el otro se hacía con el poder de Alemania por culpa de una crisis económica que provocó que una barra de pan costara un millón de marcos. Una vez en el poder negó el individualismo de las personas en contra de la supremacía del estado, mientras tachaba al actor británico de judío, algo que Chaplin nunca negó. En cambio Charlot en ‘Tiempos modernos’ hacía una alegoría de la era industrial y un alegato en contra de las condiciones de los obreros industriales. En octubre de 1938 la perversidad del nazismo, con sus persecuciones anti-judías y la escalada hacia la guerra, junto a la pasividad de las democracias, hicieron decidir a Chaplin el producir, escribir, dirigir y protagonizar una película, su primera íntegramente hablaba, que ridiculizaría a Hitler desde la sátira y desenmascararía el totalitarismo desde las ideas de paz y libertad, como dijo Joan B. Culla.

Las reacciones fueron en su mayoría contrarias: la industria del cine no quería enemistarse con Alemania, uno de sus mayores mercados y en Gran Bretaña dentro de su política de apaciguamiento dijo que al prohibiría. Cuando a Chaplin le decían que no la hiciera por que Hitler se pondría furioso contestaba: “me importa un rábano que se ponga furioso. No puede ser peor de lo que es ahora”. No se amilanó y la produjo en solitario, a pesar de sospechar que tendría problemas con su distribución. Momento en que Roosevelt envió a Harry Hopniks (su principal asesor personal) a hablar con el cineasta para comunicarle que el presidente estaba completamente a favor del proyecto y que se encargaría de que se pudiera distribuir en todos el país.

La filmación empezó el 9 de septiembre de 1939, pocos días después del inicio de la 2ª Guerra Mundial. El discurso final con su llamamiento a la paz y la sensatez, pieza clave de la película, lo retocó mientras los panzers invadían Francia. El mismo día que Chaplin filmaba la escena, Hitler victorioso visitaba París. Perfeccionista a la hora de rodar todas las escenas, hizo reconstruir el decorado del gueto para repetir varias de ellas, alargando el rodaje y la producción 559 días.

Como dice Joan B. Culla, profesor de historia contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, en la introducción del programa: “El Gran Dictador se estrenó en Londres en el otoño de 1940 como un formidable antídoto contra las bombas alemanas. Y contribuyó tanto o más que muchas divisiones militares en el desmoronamiento del nazismo. Por lo menos en su desmoronamiento moral”.

La película tiene momentos inolvidables: la escena de las sillas de barbero con Adenoid Hynkel (Adolf Hitler) y Benzino Napolini (Benito Mussolini), el discurso de Hynkel donde los micrófonos se inclinan, el afeitado al son de la danza húngara nº 5 de Brahms y sobre todo en la escena final con el discurso de Charles Chaplin (que no tanto de su barbero judío que interpretaba). Pero seguramente es el baile de Hynkel con la bola del mundo sea una de las más recordadas. Y como sucede otras veces en la historia, cuando los soviéticos llegaron al despacho de Hitler en la Reichskanzlei, la Cancillería del Reich en Berlín, uno de los pocos objetos intactos que encontraron fue el globo terráqueo, semejante con el que Hynkel juego a dominar el mundo.


La gran pregunta que uno se hace es: ¿Hitler vio ‘El Gran Dictador’? Según las listas de las películas proyectadas para el Führer aparece dos veces. No sabemos que opinó de ella, pero sí podemos decir que ‘El Gran Dictador’ sirvió para qué millones de personas rieran en una época en que la locura y la oscuridad dominaban el mundo y aun lo hace tras 73 años de su estreno. Chaplin se había enfrentado a Hitler cuando nadie más lo había hecho, y lo hico con las armas que tenía a su alcance: la sátira inteligente que hace pensar y sobre todo hace perder el miedo al tirano.


El reportaje:
Además de esta singular lucha entre los dos personajes, una de las características más interesantes del documental son las imágenes del rodaje tomadas por Sydnet Chaplin, el hermanastro de Charles, con una cámara amateur de 16 mm y con carrete de color. De esta manera podemos ver como se rodó la película, incluida una escena final alternativa donde los soldados dejaban las armas, para empezar a bailar una danza popular y que no se incluyó en el metraje definitivo. También recoge los testimonios del hijo de Charles Chaplin: Syd Chaplin, así como del cineasta Sydney Lumet, el escritor Ray Bradbury o la historiadora Gitta Sereny, entre otros.


Aproximación personal:
Uno de los mejores programas de divulgación histórica y cultural de la televisión ha sido ‘Segle XX’ del Canal 33 en la televisión autonómica catalana. Dirigido y presentado por Joan B. Culla, profesor de historia contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, cada semana emitía un documental sobre un acontecimiento del siglo XX, todos ellos de extraordinaria calidad y muchos sorprendentes, donde a veces es tan interesante la introducción de Culla que el propio reportaje. Y uno de estos fue ‘El vagabundo y el dictador’, una historia curiosa, donde nos muestran el enfrentamiento “con armas desiguales” en palabras de Culla, entre Chaplin e Hitler.


Como ya dije en mi primera reseña de Un escritoren guerra, lo primero que todo dictador prohíbe siempre será la libertad de expresión. Y la sátira y la risa son armas muy peligrosas contra cualquier totalitarismo. Como dice Ray Bradbury en el reportaje: “la comedia es la mejor arma para atacar un régimen totalitario. No lo soportan porque así la gente se puede reír” y yo añadiría que al reírse la gente pierde el miedo y es más fácil enfrentarse a ellos. Por eso es tan necesaria también ahora, donde la democracia que vivimos parece estar amenazada por la soberbia y la arrogancia de nuestros políticos, porque si nos reímos de ellos les perderos el respeto que ellos mismos han corrompido y no se merecen.

La película en sí es espeluznante, ya que nos muestra con humor e inteligencia, la barbarie del nazismo: los pogromos contra los judíos, la intolerancia, las ansias de guerra. El mismo Chaplin dijo que si hubiera conocido la extensión de los crímenes de Hitler, no hubiera rodado la película. Personalmente le agradezco que se embarcara en ‘El Gran Dictador’, una obra magistral y necesaria para remover las consciencias y definir moralmente entre el bien y el mal. Y lo hace con la mayor y más poderosa arma que tiene el hombre: su inteligencia. Porque hacer reír, no es fácil. Hacerlo con inteligencia y al mismo tiempo hacernos pensar, mucho menos.

Ll. C. H. 

Links del documental: 



Puntuación: 5 (sobre 5)
Título original: The tramp and the dictator
Duración: 58 minutos
Año: 2002
Dirección: Michael Kloft & Kevin Brownlow
Guión: Kevin Brownlow y Christopher Bird
Productora: BBC
Presentador: Kenneth Branagh

viernes, 12 de julio de 2013

El Día D

Muerte en Normandía


                Como en cualquier otro ejército, la actuación en combate de las tropas americanas de los distintos batallones fue muy variada. Durante la batalla del bocage, algunos reclutas empezaron a vencer su terror a los Panzers alemanes. El soldado Hicks, del 22º de Infantería, integrado en la 4ª División, logró destruir tras tanques Panther en tres días con su bazooka. Aunque murió dos días después, la confianza en las bazooka como arma antitanque siguió aumentando. El coronel Teague, del 22º de Infantería, oyó contar una anécdota a uno de sus hombres encargados de manejar la bazooka. «Mi coronel, aquel tío era un gran hijo de puta. Parecía que toda la carretera estaba llena de tanques. Seguía avanzando  y parecía que fuera a destruir el mundo entero. Disparé tres veces y el hijo de puro no paraba.» El hombre hizo una pausa, y Teague le preguntó qué había hecho entonces. «Me fui corriendo por detrás y disparé. Entonces se detuvo.» Algunos oficiales jóvenes estaban tan animados con la idea de hacer cacerías de Panzer que hubo que ordenarles que dejaran de hacerlo.
                En cinco días de combates en los pantanos y en el bocage, sin embargo, el 22º de Infantería sufrió 729 bajas, entre ellas el oficial al mando del batallón y cinco jefes de compañía de fusileros. «A la Compañía G le quedaban sólo cinco suboficiales que llevaban con la unidad más de dos semanas. Cuatro de ellos, según el sargento primero, había sufrido episodios de fatiga de combate y no se habría tolerado que continuaran como suboficiales si hubiera habido otros a quienes echar mano. Debido a la falta de suboficiales eficaces, el oficial al mando de la compañía y el sargento primero tenían que recorrer el campo y sacar a los hombres de sus trincheras a puntapiés cunado arreciaba el fuego, sólo para que volvieran a esconderse de nuevo en ellas en cuando se habían ido.»
(Pág. 314)


                Además de detestar instintivamente cualquier pérdida importante a raíz de su experiencia en la primera guerra mundial, Montgomery creía tener una razón de mucho más peso para mantener una actitud de cautela en sus ofensivas. Pero no hablaba con Eisenhower de la falta de hombres. Los británicos temían perder prestigio y poder. A Churchill le preocupaba que el reconocimiento de la debilidad británica redujera su influencia sobre Roosevelt cuando llegara el momento de decidir el futuro de la Europa de postguerra. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo antes de que el XXI Grupo de Ejército de Montgomery se viera obligado a disolver la 59ª División con el fin de reforzar otras formaciones. (…)
                La reticencia de Montgomery a sufrir bajas en Normandía ha sido durante mucho tiempo objeto de numerosas críticas. Pero probablemente los errores sean más institucionales que personales. La desalentadora actuación de sus tres divisiones veteranas, la 7ª Acorazada, la 50ª Northumbrian y la 51ª Highland, puso de manifiesto el cansancio de la guerra que sufría buena parte del ejército británico. La aversión al riesgo se había convertido en un sentimiento generalizado, y raras veces se aprovechaban las oportunidades. Los repetidos fracasos en los intentos de romper el frente alemán alrededor de Caen fueron inevitablemente en detrimento de una actitud más agresiva. Cada vez más, el 2º Ejército en Normandía prefirió confiar en el excelente apoyo de la artillería británica y en el poder aéreo aliado. La idea de que los proyectiles más explosivos salvaban vidas británicas se convirtió en una adicción. Pero ni que decir tiene que no salvaron vidas francesas, como demostraría de forma harto elocuente la siguiente ofensiva lanzada por Montgomery.
(Pag. 332)


                El 17 de julio el standartenführer Kurt Meyer, comandante en jefe de la División de las SS Hitler Jugend, recibió la orden de informar de la situación al mariscal Rommel en el cuartel general del I Cuerpo Acorazado de la SS de Dietrich. El grueso de su división se había retirado cerca de Livarot para poder descansar y recuperar fuerzas tras el descalabro vivido en Caen. Rommel preguntó a Meyer cuál era su valoración del inminente ataque de los británicos. «Las unidades pelearán y los soldados seguirán muriendo en sus posiciones», comentó Meyer «pero no podrán impedir que los tanques británicos pasen por encima de sus cadáveres y avancen hasta París. La abrumadora supremacía aérea del enemigo hace que se prácticamente imposible llevar a cabo una maniobra táctica. Los cazabombarderos atacan incluso a nuestros correos miliares».
                Rommel se exaltó con la conversación. Habló de cómo lo exasperaba el OKW, que seguía negándose a escuchar sus advertencias. «Ya no se creen mis informes. Debe hacerse algo. La guerra en el oeste tiene que acabar… ¿Pero qué ocurrirá en el este?»
(Pág. 389)


                Las familias francesas que se negaban a abandonar sus granjas corrieron mucho peligro durante los combates. «Recuerdo una escena conmovedora que nos emocionó a todos», evoca el oficial James H. Watts de un batallón químico. «Pasó por delante de nuestra posición una familia que llevaba el cuerpo de un niño tendido encima de una puerta. No sabíamos cómo había muerto. El dolor pintado en los rostros de aquella familia inocente nos afectó a todos e hizo que nos emocionáramos por los habitantes de la comarca y lo que debían de estar pasando.»
                A veces, los campesinos franceses y sus familias, al ver un soldado muerto, colocaban el cadáver junto a un crucifijo al pie del camino y le ponían unas flores, a pesar de hallarse atrapados en medio de aquella lucha cada vez más despiadada.
(Pág. 369)


                La ferocidad de los combates en el noroeste de Francia es incuestionable. Y a pesar de los irónicos comentarios de la propaganda soviética, la batalla de Normandía fue sin duda comparable a la librada en el frente oriental. Durante los tres meses de aquel verano, la Wehrmacht sufrió casi 240.000 bajas y perdió a otros 200.000 hombres que cayeron en manos de los aliados. El XXI Grupo de Ejército de británicos, canadienses y polacos tuvo 83.045 bajas, y los americanos, 125.847. Además, las fuerzas aéreas aliados perdieron a 16.714 hombres entre muertos y desaparecidos. (Pág. 653)
                Las pérdidas alemanas en el frente oriental fueron por término medio inferiores a los mil hombres por división al mes. En Normandía esa media fue de dos mil trescientos hombres por división y mes. Los cálculos para obtener unas cifras comparables en el caso del Ejército Rojo resultan mucho más complicados, pero parece que las bajas fueron bastante menos de mil quinientos hombres por división al mes. Las bajas de los aliados en Normandía se acercan a unos dos mil hombres por división al mes por término medio. (Pág. 141)
                El cruel martirio de Normandía había servido efectivamente para salvar el resto de Francia. No obstante, el debate sobre el excesivo número de víctimas de los bombardeos y la artillería de los aliados está condenado a seguir vivo. En total perecieron 19.890 civiles en Francia durante la liberación de Normandía, y el número de heridos graves fue mucho mayor. A estas cifras hay que añadir los 15.000 muertos y los 19.000 heridos de los primeros cinco meses de 1944, durante el bombardeo preparatorio de la Operación Overlord. Los 70.000 civiles muertos en Francia por la acción de los aliados en el curso de la guerra son motivo de honda reflexión… (Pág. 649)


La obra:
Probablemente el fallo del libro (tanto en la edición británica, como española) sea su título: ‘El Día D. La batalla de Normandía’ tendría que haber sido ‘La batalla de Normandía’ ya que el texto de Beevor se extiende desde los preparativos inmediatos al desembarco hasta la liberación de París. Por lo que el lector se encuentra con un relato exhaustivo de una de las campañas más sangrientas de la 2ª Guerra Mundial, no solo de los desembarcos del 6 de junio de 1944.


De esa manera la ágil escritura de Beevor mezclar con gran habilidad las vivencias de los implicados, con el análisis de los sucesos y la descripción de los mismos. En una justa medida que de sus textos por una parte tan accesibles al público no más profano en la materia y por otra a los expertos les permite tener una visión amplia de los sucesos tratados. Al buscar las motivaciones de los protagonistas o las diversas fuerzas implicadas y no solo al describir los sucesos, salpicando estos con diferentes puntos de vista al recoger comentarios y memorias, tantos de los líderes más destacados, como de los soldados anónimos.

En ‘El Día D’ quería constatar la crudeza de la batalla y el texto no escamotea, ni reduce en ejemplos de esa brutalidad, tanto para los civiles atrapados o ejecución de prisioneros por parte de todos los contendientes. Haciendo la narración más humana, más cercana, menos fría, pero igual de brutal, recordándonos que los protagonistas eran personas, como sus lectores actuales.


La edición:
Crítica sigue con su presentación clara, bien estructurada que permite una fácil lectura. En primer lugar los mapas están insertados en los mismos capítulos que las acciones narradas entre el texto, lo que permite visualizar o localizar con rapidez la acción, sin necesidad de desplazarse dentro del libro ver dicho apoyo visual. Mientras que la edición cuenta con dos tipos de nota: aquellas que se limitan a la mención de la fuente básica, que están situadas en la parte final del libro. Y las aclaratorias o que aportan información adicional, que se encuentran a pie de página lo que facilita la lectura y comprensión de los hechos de una manera rápida. Probablemente una de las mejores ediciones que tengo.


Aproximación personal:
Los libros que leemos nos describen hechos ocurridos hace tiempo, batallas libradas por soldados anónimos, lideradas por generales famosos. Los combates ocurridos en la playa, en el bocage, los bombardeos de artillería y la aviación, los ataques con tanques, los contraataques, la destrucción causada. Y finalmente las bajas de los que cayeron en combate. Terribles estadísticas que solo nos cuentan lo que ocurrió, muertos y heridos producidos, sin centrarse en el sufrimiento causado. La lucha por liberar Normandía fue encarnizada por ambos bandos y no solo las aguas de la playa Omaha se tiñeron de rojo. Y Beevor es lo que consigue transmitir en su obra.

Los LST contaban con un equipamiento especial para el traslado de los heridos a los hospitales de base de Inglaterra. «Había camillas colocadas en soportes sobre los mamparos de la cubierta de los tanques», comentaba el ayudante de farmacia Ralph Crenshaw del LST-44, «y formaban varios pisos». El estado que presentaban algunos de los prisioneros de guerra herido era realmente espantoso. «Un prisionero alemán que fue subido a bordo en camilla tenía el cuerpo enyesado desde los tobillos hasta el pecho. Nos suplicaba ayuda al médico del barco y a mí. Nos llamaba, “camarada, camarada”. Con mi asistencia, el médico de nuestro barco rompió el yeso, y lo que vio fue que aquel conmovedor ser humano estaba siendo devorado por una multitud de gusanos. Le sacamos el yeso, lo limpiamos, lo lavamos y le dimos analgésicos. Pero ya era demasiado tarde. Murió en paz aquella noche.»
(Pág. 262-263)

La historia de este soldado alemán herido, que estaba siendo evacuado a Inglaterra me puso los pelos de punta. Por la crudeza y al mismo tiempo la ternura con que está contada por el ayudante de farmacia. No nos pone un nombre a su rostro, porque podría ser cualquier rostro. Pero sí nos habla de lo que el ser humano puede sufrir hasta extremos incomprensibles y de la compasión por nuestros congéneres que podemos tener, sean quienes sean.

 LL. C. H.

Puntuación: 5 (sobre 5)
Título: El Día D. La batalla de Normandía
Título original: D-Day. The battle for Normandy
Autor: Antony Beevor
Traductor: Teófilo de Lozoya y Juan Rabasseda
Año: 2009
Editorial: Crítica (2009)
Colección: Memoria Crítica
Páginas: 762
ISBN: 978-84-9892-020-8